La otra Comunidad Valenciana, por Carlos Bernabé de Cambiemos Orihuela

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La irrupción en las instituciones de iniciativas transformadoras surgidas del ciclo de indignación y contestación social, abre un nuevo campo de acción, repleto de oportunidades, riesgos y contradicciones. En ese sentido, los protocolos oficiales nos obligan a movernos en un delicado equilibrio: debemos ser capaces de ocupar espacios oficiales, transformando su significado para conectar con una parte de la población que, por desgracia, aún se identifica con la institucionalidad dominante; pero debemos hacerlo sin perder nuestra esencia, fruto de esa ciudadanía más rebelde que, sin ser suficiente, es absolutamente necesaria. Nos movemos pues en la tensión entre “salir en la foto” sin difuminarnos en su tono gris, mientras, paralelamente, seguimos construyendo un marco diferente donde quepan imágenes alternativas. Aprender un idioma que no queremos hablar, pero a través del que tender puentes con sus hablantes.

Los actos oficiales del 9 de octubre constituyen un buen ejemplo. Dicho día, numerosos ayuntamientos, incluido el nuestro, homenajearán una autonomía que, tanto a nivel simbólico como político, dista mucho de la que pudo (y debería) ser. Me explico:

Durante los primeros compases de la transición, en plena construcción de nuestra autonomía, tuvo lugar una confrontación identitaria denominada “Batalla de Valencia”. Una parte de nuestra sociedad abogaba por un valencianismo progresista, ligado a la ruptura democrática con la dictadura y la puesta en valor de una identidad propia. Este valencianismo, lejos de ser radicalmente independentista, sí reivindicaba los íntimos lazos históricos, culturales y geográficos que nos unían al pueblo catalán. Todo este movimiento, representado en pensadores como Joan Fuster o Manuel Sanchís cristalizó en diversos símbolos. Así, durante los años 70, el término “País Valenciano” fue el elegido para designar esta nueva entidad. No en vano, tanto PSOE como Partido Comunista aún se denominan oficialmente «del País Valencià». Asimismo, se adoptó como bandera la senyera cuatribarrada, similar a las de Aragón y Cataluña. Símbolos que representaban a un pueblo valenciano que, en 1976 se manifestaba al canto de “Per la llibertat, per l’amnistía, per l’Estatut d’Autonomía, pel Sindicat Obrer”. Un proyecto ligado al progreso y la justicia social que, pese a sus muchas contradicciones, no perdía la vocación de construir una autonomía más justa y digna.

Sin embargo, esa Valencia que intentaba nacer, era demasiado incómoda para unos poderes que se negaban a morir. Pronto llegó la respuesta de diversas instituciones conservadoras y franquistas a través del blaverismo. Profundamente anticatalanista, cercano a las élites económicas y ligado al folclore más rancio, este otro valencianismo comenzó a atacar las aristas progresistas del proyecto autonómico. Encabezado por asociaciones como el Grupo de Acción Valencianista, esta reacción conservadora alcanzó niveles de violencia considerables, incluyendo atentados-bomba contra instituciones y militantes progresistas, como los propios Fuster o Sanchís.

Finalmente, la batalla culminó con la paralización del proceso autonómico, que acabó decantándonse en favor de la Valencia más reaccionaria. Los blaveros impusieron su propia solución a los mismos problemas que habían engendrado. La senyera cuatribarrada fue suspendida en 1980 para ser sustituida por la actual bandera «blavera» (con la franja azul), se reivindicó el Valenciano como lengua aislada del Catalán (algo absurdo), se alimentaron los poderes más reaccionarios y, en definitiva, se sentaron las bases para asfixiar la posibilidad de construir una identidad valenciana progresista ligada a la ruptura democrática. Así, como señala el testimonio de Antonio Laguna recogido en el libro Tierra de Saqueo, venció la“cultura folklórica regionalista levantina del franquismo”. Poco después, tal como reza el himno, comenzó el “ofrendar nuevas glorias a España”. Y las glorias fueron, entre muchas otras, Marina d’Or y Terra Mítica; la CAM y el caso Brugal; Calatrava y Fabra; Ortiz y Fenoll; Zaplana, Camps…Reflejos delirantes de una Comunitat tejida por corrupción, caciquismo y recortes sociales. Por cierto que, de paso, este rancio proyecto excluyó y marginalizó a nuestra comarca. El carácter geográfica y culturalmente fronterizo de la Vega Baja, lejos de ser fuente de riqueza colectiva, se tradujo en un aislamiento cultural y político. Hoy, nuestras ciudades obvian referentes como Raimon u Ovidi Montllor al tiempo que vivimos el estudio del valenciano como imposición y no como oportunidad.

Así, bajo el parapeto de la bandera autonómica, lo que se homenajeaba cada “9 d’octubre” no era nuestra tierra nis sus gentes, sino a la élite que las expoliaba. No obstante, tenemos la oportunidad de reconstruir un nuevo proyecto autonómico. En estos días de celebraciones en que, por suerte, el significado de la palabra “patria” vuelve a estar en disputa, sería bueno recordar los versos de José Martí: “El amor, madre, a la patria, no es el amor ridículo a la tierra ni a la yerba que pisan nuestras plantas. Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”. Nadie ha oprimido ni atacado más a la Comunidad Valenciana (ni a España) que aquellos que la han gobernado y saqueado. Pero queda por delante la ilusión por construir esa otra Comunitat (o País) progresista, transformadora, al servicio de la ciudadanía. Para ello, no basta con construir un proyecto político, hay que llenarlo de ilusión y referentes compartidos. Es momento de reapropiarnos de los símbolos e identidades que las élites monopolizaron y de recuperar aquellos otros que enterraron. Algunos miembros de las instituciones acudiremos a los actos oficiales tratando de romper, precisamente, esas formas elitistas, e iremos no tanto por respeto a una bandera sino por respeto a la ciudadanía que la siente suya. Porque reconstruir una nueva identidad implica dialogar y compartir espacios con quienes se identifican en la antigua. Pero lo haremos sin olvidar que nuestra Valencia (y nuestra comarca) es otra: la de la gente digna y trabajadora que lucha contra los recortes sociales, la que quiere convivir en armonía y solidaridad con el resto de pueblos del mundo y de España. De esa otra España que, por supuesto, también está por construir.

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